En el
Museo Nacional del Prado vamos al encuentro de esta muestra especial,
comisariada por Manuel Arias Martínez, Jefe de Departamento de Escultura del
Museo Nacional del Prado, la exposición reivindica la importancia de la
escultura policromada para una comprensión integral del arte español y presenta
por primera vez al público cinco importantes obras recientemente adquiridas por el museo: Buen y Mal Ladrón
de Alonso de Berruguete, San Juan Bautista de Juan de Mesa y José Arimatea y
Nicodemo, pertenecientes a un Descendimiento castellano bajomedieval.
Una
espectacular escenografía que acoge casi un centenar de esculturas de grandes
maestros como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián
Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo, Juan Martínez Montañés o Luisa
Roldán. Junto a ellas, pinturas y grabados que, como en un juego de espejos,
las emulan o reproducen, y piezas clásicas que dan testimonio de la importancia
del color en la escultura desde la Antigüedad.
Ya en
la exposición, caminamos por las diferentes secciones: I Dioses y
hombres de bulto y de colores. II Escultura para la persuasión. III Artífices y
mediadores divinos y humanos. IV Volumen y policromía. V Negro de luto en un
juego de espejos. VI Escultura, tetro y procesión. VII El círculo cerrado, de
la traza al trampantojo a lo divino:
Desde
la Antigüedad, el color fue incorporado al volumen tanto mediante el uso de
materiales de diverso cromatismo como aplicando pigmentos directamente sobre
las superficies. Ambas posibilidades confluirían en el mundo hispánico de la
Edad Moderna, donde, con la madera como protagonista, los postizos convivieron
con refinadas labores de policromía. La unión de escultura y color no solo
logró entonces elevadas cotas de excelencia, sino que potenció la eficacia
devocional de las imágenes, su capacidad para convencer y emocionar.
El
arte de la escultura y sus primeros materiales, como el barro, la piedra o el
hueso, estuvieron presentes en los relatos sobre la creación de los seres
humanos desde los tiempos más remotos, comenzando por los mitos griegos, el
primer hombre modelado por Prometeo o en las piedras arrojadas por Deucalión y
Pirra tras el diluvio, y siguiendo por la historia bíblica de Adán y Eva.
La
corporeidad de la escultura propiciaba una correspondencia directa y natural
con la realidad, y al mismo tiempo dotaba a lo divino de una apariencia
tangible y humana, que se hacía más creíble a través de la gestualidad.
Teólogos
y predicadores alimentaron historias prodigiosas y muchos defendieron la
veracidad palpable de lo escultórico frente al ilusionismo de lo pictórico,
cuya belleza era visible. Las mayores posibilidades narrativas de la pintura
sirvieron sin embargo para dejar testimonio de sucesos milagrosos,
contribuyendo a fijar en la memoria historias en las que lo natural y lo
sobrenatural se confundían. También la estampa desempeñó un papel fundamental a
la hora de difundir las principales devociones escultóricas.
El
culto a San José y a su oficio de carpintero cobró especial importancia. El
taller donde transcurrió la infancia de Cristo sirvió como metáfora de su
posterior martirio en la cruz, y la trabajosa labra de la madera por parte del
escultor como imagen de la vida cristiana entendida como un ejercicio de
privación y renuncia encaminada a alcanzar la eternidad. Junto a la idea muy
común del Dios pintor, los sermones también emplearon su imagen como supremo
escultor. A él debía el ser humano su forma primaria, pero correspondía a cada
hombre o mujer, a través de sus actos, “policromar” la obra divina con mayor o
menor fortuna. Escultura y pintura se fundían así en una síntesis perfecta al
servicio del relato sagrado.
Gracias
a su bajo coste y su arraigada tradición, la madera se alzó como el material
por excelencia de la escultura, susceptible de colorearse para simular la piel,
pero también vestidos que podían adaptarse a la moda de cada momento. El
trabajo de la policromía ya fuera obra del autor de la talla o de un artista
especializado, alcanzó una enorme sofisticación técnica y una gran
consideración. El resultado podía realzarse con telas encoladas o reales, pero
también con joyas marfil, vidrio o pelo auténtico. Todo ello para crear
representaciones familiares y cercanas, con las que los fieles se identificaban
con naturalidad.
La
imagen de la Virgen de la Soledad, venerada en el convento de la Victoria de
Madrid desde 1568 y perdida en un incendio en 1936, constituye un paradigma de la
interrelación entre pintura y escultura.
Su
singularidad se fundaba asimismo en su hechura milagrosa. La leyenda
presentaría a su artífice, Gaspar Becerra, como una suerte de médium en
contacto con la divinidad, que le daría las instrucciones para crear la icónica
obra. Una escultura de vestir cubierta con un sencillo atuendo de luto blanco y
negro. Encontramos aquí un nuevo vinculo con la Antigüedad, donde el negro ya
era expresión visual del dolor y la muerte. La Soledad ejemplifica además el
potencial de la interacción entre escultura, pintura y estampa.
Los
pasos procesionales, ya fueran de figuras individuales o de grupo, como escenas
congeladas, potenciaron los valores dramáticos por medio de las actitudes
contrastadas, el vivo cromatismo o el dinamismo de las composiciones. A su expresividad y capacidad comunicadora
contribuiría asimismo el atractivo de su contemplación en movimiento. Algunas
figuras, se articulaban para aumentar su efecto y su influencia sobre los
fieles.
Estas
formas de religiosidad popular serían cuestionadas por los ilustrados. Uno de
ellos, el padre Isla, llegó a calificar esas imágenes y sus representaciones
escénicas de “títeres espirituales”.
La
policromía también desempeño un papel fundamental en esa búsqueda de la
verosimilitud, tanto la de los atuendos como la de la anatomía.
La
interrelación entre la escultura y la pintura tuvo en los proyectos dibujados
para los altares y retablos una de sus más interesantes manifestaciones.
Durante los oficios sagrados, La palabra
y la música se fundían con estas espectaculares estructuras para crear una obra
total, al modo de una gran ópera.
Una
idea similar se escondía tras los “verdaderos retratos” que se pintaron de las
esculturas con una mayor fortuna devocional, trampantojos a lo divino que las
mostraban en sus propios altares, a menudo flanqueadas por cortinas que, si en
la realidad solían permanecer cerradas, velando el misterio, en estas pinturas
se mostraban permanentemente abiertas, permitiendo una contemplación más íntima
y cercana, porque “así la pintura como la escultura, dándose las manos componen
un prodigioso un prodigioso espectáculo”.
Hasta
el 2 de marzo de 2025 el Museo del Prado y la Fundación AXA, han organizado
esta gran exposición que reflexiona sobre el éxito de la escultura policromada
barroca y su complementariedad con la pintura.
Mariví Otero
Manuel
Otero Rodríguez
Fuente: “Darse la mano. Escultura y color en el siglo de oro”. Museo Nacional del Prado. Documentación y fotografía: Área de comunicación del Museo Nacional del Prado.
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